Un vistazo rápido a la prensa diaria basta para hacerse una idea de la superficialidad en el tratamiento de las noticias relacionadas con el ámbito educativo, que se han visto especialmente afectadas a nivel cuantitativo a raíz de los cada vez más frecuentes sucesos enmarcados bajo la etiqueta de violencia o acoso escolar. Como ejemplo para ilustrar esta afirmación puede resultar adecuada la lectura y reflexión acerca de los siguientes titulares escogidos al azar y publicados recientemente en varios diarios locales de información general: "Las bandas las crean alumnos entre 14 y 16 años obligados a seguir escolarizados"; "Las chungas acosaban a sus víctimas por cigarrillos"; "Educación envía una circular a los centros para que se limite el uso de los móviles"; "Muchos institutos prohíben la utilización de aparatos inalámbricos en los centros". Todos ellos hacen referencia a una pelea ocurrida a principios de este mes entre alumnas de dos institutos de Xàtiva, que ha ocasionado la expulsión de las seis presuntas agresoras. La peculiaridad de este caso no radica únicamente en el maltrato en sí mismo sino en el uso que se hizo del acto violento por parte de las implicadas, ya que la pelea fue grabada por móvil y difundida mediante este procedimiento entre los jóvenes de los dos centros afectados. Este dato, además de llamar poderosamente la atención tanto de los medios como de sus audiencias, esconde en su condición una certeza alarmante: no sólo existen determinadas disfunciones en la estructura social que están desembocando en un ansía manifiesta de violencia por parte de los jóvenes sino que además éstos formulan mediante sus acciones la necesidad de expresar y comunicar esa violencia.
Esta información generada a partir de una ruptura de la cotidianidad debería hacer meditar a la sociedad en general, a sus agentes educativos, a los poderes políticos y a los medios de comunicación, sobre su significación e interpretación más allá de los titulares y de las medidas superfluas que no logran ahondar suficientemente en el fondo de la cuestión, ya que posiblemente estos sucesos sean síntomas de un problema más profundo, señales de alarma que debidamente analizadas puedan ayudar a encauzar las carencias que el sistema está proyectando sobre el entramado educativo, y muy especialmente sobre el alumnado. Estos incidentes transmiten una llamada de auxilio, muestran un aislamiento patente y describen una terrible confusión ante la incesante cantidad de estímulos y la aplastante sobreinformación a la que se ven imbuidos por la imparable dinámica de la sociedad del llamado primer mundo. Pero sobre todo, dan muestra de una soledad sobrecogedora.
En este punto, la urgencia de someter a nuestra democracia a un ejercicio didáctico de autoanálisis se convierte en una tarea inaplazable, y la decisión de autoexplorarse para entonar el mea culpa se instituye como un deber moral obligatorio. Pero arrastrados por la lógica del neoliberalismo, aturdidos por la aceleración constante a la que nos somete el ritmo de vida actual, concentrados en los diferentes roles de productor-consumidor-receptor y deslumbrados por una sociedad de la información que nos gotea con incesantes y pasivos estímulos que difuminan la promesa de una futura sociedad del conocimiento, quizá no tengamos el tiempo ni la actitud que requiere semejante ensayo de reposo y reflexión. ¿Pudiera ser que el sistema educativo, dirigido por el poder político, también se haya dejado embaucar por este vertiginoso compás que le ha conducido a formar productores, consumidores y receptores de conocimientos prácticos y precisos, olvidando quizá aspectos fundamentales como la educación para la igualdad, la convivencia, la libertad, la ciudadanía y la felicidad? ¿Es posible que no se haya enseñado a los alumnos y alumnas a saber aprender, desenvolverse por sí mismos o ser independientes y críticos para poder desentrañar el cúmulo de información y pseudinformación al que se ven expuestos? ¿O tal vez, además, los medios de comunicación y los padres en el mismo grado parecen haber reservado la absoluta potestad de esa enorme responsabilidad únicamente a los profesores y directores de los respectivos centros docentes?
Parece pues necesaria una reformulación del difícil papel actual de la escuela y de los educadores; una relectura correlativa del carácter fundamental de los medios de comunicación en la difusión de los esfuerzos que se van realizando en esta dirección desde la comunidad educativa; la incorporación para los medios de una nueva mirada, un compromiso, referente a su carácter formador y socializador de primera instancia; y la adopción por parte del estamento político de una actitud firme aunque flexible ante las demandas del sector, y alejada de intereses partidistas o motivaciones económicas. Todo ello, esgrimido con la distancia que requiere, desde una calma ya lejana, y no obviando un aspecto fundamental y tantas veces olvidado, como es el de dirigir la educación hacia la formación de ciudadanos y ciudadanas libres y, sobre todo, felices.
Esta información generada a partir de una ruptura de la cotidianidad debería hacer meditar a la sociedad en general, a sus agentes educativos, a los poderes políticos y a los medios de comunicación, sobre su significación e interpretación más allá de los titulares y de las medidas superfluas que no logran ahondar suficientemente en el fondo de la cuestión, ya que posiblemente estos sucesos sean síntomas de un problema más profundo, señales de alarma que debidamente analizadas puedan ayudar a encauzar las carencias que el sistema está proyectando sobre el entramado educativo, y muy especialmente sobre el alumnado. Estos incidentes transmiten una llamada de auxilio, muestran un aislamiento patente y describen una terrible confusión ante la incesante cantidad de estímulos y la aplastante sobreinformación a la que se ven imbuidos por la imparable dinámica de la sociedad del llamado primer mundo. Pero sobre todo, dan muestra de una soledad sobrecogedora.
En este punto, la urgencia de someter a nuestra democracia a un ejercicio didáctico de autoanálisis se convierte en una tarea inaplazable, y la decisión de autoexplorarse para entonar el mea culpa se instituye como un deber moral obligatorio. Pero arrastrados por la lógica del neoliberalismo, aturdidos por la aceleración constante a la que nos somete el ritmo de vida actual, concentrados en los diferentes roles de productor-consumidor-receptor y deslumbrados por una sociedad de la información que nos gotea con incesantes y pasivos estímulos que difuminan la promesa de una futura sociedad del conocimiento, quizá no tengamos el tiempo ni la actitud que requiere semejante ensayo de reposo y reflexión. ¿Pudiera ser que el sistema educativo, dirigido por el poder político, también se haya dejado embaucar por este vertiginoso compás que le ha conducido a formar productores, consumidores y receptores de conocimientos prácticos y precisos, olvidando quizá aspectos fundamentales como la educación para la igualdad, la convivencia, la libertad, la ciudadanía y la felicidad? ¿Es posible que no se haya enseñado a los alumnos y alumnas a saber aprender, desenvolverse por sí mismos o ser independientes y críticos para poder desentrañar el cúmulo de información y pseudinformación al que se ven expuestos? ¿O tal vez, además, los medios de comunicación y los padres en el mismo grado parecen haber reservado la absoluta potestad de esa enorme responsabilidad únicamente a los profesores y directores de los respectivos centros docentes?
Parece pues necesaria una reformulación del difícil papel actual de la escuela y de los educadores; una relectura correlativa del carácter fundamental de los medios de comunicación en la difusión de los esfuerzos que se van realizando en esta dirección desde la comunidad educativa; la incorporación para los medios de una nueva mirada, un compromiso, referente a su carácter formador y socializador de primera instancia; y la adopción por parte del estamento político de una actitud firme aunque flexible ante las demandas del sector, y alejada de intereses partidistas o motivaciones económicas. Todo ello, esgrimido con la distancia que requiere, desde una calma ya lejana, y no obviando un aspecto fundamental y tantas veces olvidado, como es el de dirigir la educación hacia la formación de ciudadanos y ciudadanas libres y, sobre todo, felices.
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