Un cajón para compartir sueños, deseos, anhelos, historias...

y algún que otro secreto de esas noches en que la luna nos sonríe

jueves, 8 de mayo de 2008

Arivas

Ella: se llama Alicia y tiene 27 años. No tiene curro fijo y no le acaba de gustar el trabajo para el que ha estudiado, además de que no encuentra nada. No sé aún lo que ha estudiado.

La casa: Está en las afueras de un pueblo de alguna sierra, muy rural. Alicia la ha heredado por deseo expreso de su abuela paterna. Pasaba allí algunas temporadas de pequeña. La casa lleva unos años vacía porque su abuela se fue a la ciudad cuando ya estaba enferma.

Vecino, Pablo

SUEÑO: Alicia llega a la casa, que ha heredado de su abuela. No tiene una fecha fija de retorno. Al contrario que en su entorno normal Alicia comenzará a sentir como propia esta casa. La limpiará, reparará objetos antiguos y comenzará a restaurar algunos muebles. Comprará nuevas cosas y en ese momento empezará a asumir que ya no se irá. Debe intercalar la cocción de determinado dulces que representarán cosas importantes para ella.

REALIDAD: Alicia vive en un piso frío, alquilado. Su vida es tediosa y no tiene rumbo fijo. Cuando surja en su cabeza la palabra Arivas, que designa el lugar soñado, comenzará un viaje en coche que le guiará hasta el principio del sueño. El viaje en coche debe narrarse como un viaje interior en el que el deseo de algo nuevo consiga borrar algo oscuro, indterminado, de su pasado que necesita dejar atrás.

Un extracto
Al abrir el portón de roble ya raído, la cerradura se resistió a permitir mi entrada y emitió el chirrido propio de lo que ha sido olvidado durante años. Introducirme en aquel universo de objetos ignorados, tan sabios y antiguos, me hizo sentir felizmente intrusa, y el anhelo de resucitar aquellos espacios vacíos se fue apoderando de mi lentamente. Liberé de sus vestiduras de polvo a los altivos sillones, a las banquetas resentidas, al omnipresente sofá, a las sillas cansadas, a la añorada mecedora. Y cada gesto adquiría ante mis ojos un aire de danza impetuosa orquestada por el sonido de mis pasos ansiosos y el estruendo de los ventanales al abrirse. Y entonces, la luz de mediodía entró tamizada de recuerdos de la infancia dejando desprovistas de intimidad las múltiples partículas de polvo que habían acompañado a la casa durante sus años de retiro. El sol había transformado poderosamente la atmósfera del caserón, tan frío y lúgubre a mi entrada. El salón reflejaba ahora una instantánea salpicada de ocres, granates y marrones que permitían dar verosimilitud a la calidez con que se representaba la estancia en mi recuerdo, tal vez velado.
La intensidad con que viví aquel ritual preliminar había hecho que me olvidara, incluso, de cerrar el coche y recoger del maletero mi equipaje. Apenas una maleta y unas bolsas con comida, ya que tenía previsto quedarme únicamente unas semanas para comprobar el estado del caserón y arreglar lo que considerase necesario. Subí los bártulos a la segunda y última planta, y busqué con avidez el cuarto que había ocupado de niña. Era una habitación pequeña con un par de camas recubiertas con cubres de color crudo y una cómoda coronada por un espejo señorial, que me devolvió un rostro distorsionado y espeso.

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